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jueves, 29 de octubre de 2020

El proceso de paz de Israel fue siempre un camino a ninguna parte

Por Ilan Pappé

Tras dos décadas de expirado el proceso de paz, muchos miran hacia atrás con nostalgia a los Acuerdos de Oslo entre Israel y la OLP; pero el fracaso de Oslo en instaurar la soberanía palestina fue parte del proceso desde el principio.

El 13 de septiembre de 1993, la Organización de Liberación de Palestina (OLP) y el régimen israelí firmaron los Acuerdos de Oslo con gran fanfarria. El acuerdo fue diseñado de un grupo de israelíes que formaban parte del grupo de expertos Mashov, dirigido por el entonces viceministro de Relaciones Exteriores, Yossi Beilin.

Su suposición era que una convergencia de factores proporcionaba un momento histórico oportuno para imponer una solución a la parte palestina: el triunfo en Israel del Partido Laborista, más moderado, en las elecciones de 1992, por un lado; la drástica erosión en la posición internacional de la OLP por el apoyo de Yasser Arafat a la invasión de Kuwait de Saddam Hussein, por el otro.

Los arquitectos de los acuerdos asumieron que los palestinos no estaban en condiciones de resistir un diktat israelí que representaba el máximo que el estado judío estaba dispuesto a conceder en ese momento. Lo mejor que podían ofrecer estos representantes del “campo de la paz israelí” eran dos bantustanes, una Cisjordania reducida y una Franja de Gaza cercada, que disfrutarían de algunos de los símbolos del estado, aunque en la práctica permanecerían bajo el control israelí.

Además, este arreglo debería declararse como el fin del conflicto. Cualquier otra demanda, como el derecho al retorno de los refugiados palestinos, o cambios en el estatus de la minoría palestina dentro de Israel, fue eliminada de la agenda de «paz».

Receta para el desastre

Este diktat era una nueva versión de las antiguas ideas israelíes que habían conformado el llamado proceso de paz desde 1967. La primera fue la llamada opción jordana, que significaría dividir -geográfica o funcionalmente-, el control de los territorios ocupados entre Israel y Jordania. El movimiento laborista israelí apoyó esta política. La segunda fue la idea de una autonomía palestina limitada en estos territorios, que fue el eje de las conversaciones de paz con Egipto a fines de la década de 1970.

Estas distintas ideas, la opción jordana, la autonomía palestina y la fórmula de Oslo, tenían una cosa en común: todas sugerían dividir Cisjordania entre áreas judías y palestinas, con la intención de integrar en el futuro la parte judía en Israel, manteniendo la Franja de Gaza como un enclave conectado a Cisjordania por un pasillo terrestre que Israel controlaría.

Oslo se diferencia de las iniciativas anteriores en varios aspectos. El más importante es que la OLP sería el socio de Israel en esta receta para el desastre. Debe decirse, sin embargo, que la organización, para mérito suyo, no ha aceptado, hasta el día de hoy, los Acuerdos de Oslo como un proceso que haya concluido.

Su participación, y el reconocimiento internacional que recibió, fue el único aspecto positivo (o al menos potencialmente positivo) de Oslo. El aspecto negativo de la participación de la OLP fue el hecho de que una política israelí unilateral de anexión y partición progresiva de los territorios ocupados ahora recibía legitimidad gracias a un acuerdo que la dirección de la OLP había firmado.

Otra diferencia fue la participación de un equipo académico supuestamente profesional y neutral para facilitar los acuerdos. La Fundación de Investigación Fafo de Noruega se hizo cargo de los esfuerzos de mediación. Adoptó una metodología que resultó muy ventajosa para los israelíes y desastrosa para los palestinos.

En esencia, fue una búsqueda de la mejor oferta que la parte más fuerte estaba dispuesta a conceder, seguida del intento de obligar a la parte más débil a aceptarlo. No se concedió ningún papel a la parte definida como la más débil. Todo el proceso se convirtió en una imposición.

Una medicina amarga

Había precedentes. El Comité Especial de las Naciones Unidas para Palestina (UNSCOP) en 1947-1948 adoptó un enfoque similar. El resultado fue catastrófico. Los palestinos, que eran la población indígena y la mayoría en el territorio, no tuvieron ninguna influencia en la solución propuesta. Cuando la rechazaron, la ONU ignoró su posición. El movimiento sionista y sus aliados les impusieron la partición por la fuerza.

Cuando se firmó Oslo I, el primer conjunto de acuerdos en su mayoría simbólicos, la desastrosa falta de cualquier contribución palestina no salió a la luz de inmediato. Esos acuerdos incluían no solo el reconocimiento mutuo entre Israel y la OLP, sino también el regreso de Yasser Arafat y de la dirección en general de la OLP a Palestina. Esta parte del acuerdo creó una euforia comprensible entre algunos palestinos, ya que ocultaba bien el verdadero propósito de Oslo.

Esta dulce capa sobre la amarga píldora pronto se eliminó con el siguiente paquete de acuerdos, conocido como el Acuerdo de Oslo II, en 1995. Incluso el débil Arafat los encontró difíciles de aceptar, y el presidente egipcio Hosni Mubarak literalmente le obligó a firmar el pacto frente a las cámaras de medio mundo.

Una vez más, como en 1947, la comunidad internacional aplicó una «solución» que satisfacía las necesidades y visiones ideológicas de Israel, ignorando por completo los derechos y aspiraciones de los palestinos. Y una vez más, el principio subyacente de la «solución» era la partición.

En 1947, se le había ofrecido el 56 por ciento de Palestina al movimiento de colonos sionistas y ocupó el 78 por ciento por la fuerza. El Acuerdo de Oslo II ofreció a Israel otro 12 por ciento de la Palestina histórica, consolidando el estado del gran Israel en más del 90 por ciento del país y creando dos bantustanes en el resto del territorio.

En 1947, la propuesta era dividir Palestina entre un estado judío y uno árabe. La narrativa elaborada por Israel, Fafo y los actores internacionales involucrados en la mediación de Oslo fue que los palestinos habían perdido la oportunidad para conseguir un estado propio debido a la posición irresponsable y negativa que habían adoptado en 1947. Por lo tanto, didácticamente, se les ofreció entonces un territorio mucho más pequeño y una entidad política degradada, pero en ningún caso nada que se pueda parecer a un estado.

Geografía del desastre

Oslo II creó una geografía de desastre que permitió a Israel extenderse sobre partes adicionales de la Palestina histórica mientras encerraba a los palestinos en dos bantustanes; o, para decirlo de otra manera, dividiendo Cisjordania y la Franja de Gaza en áreas judías y palestinas.

El Área A quedaba bajo el gobierno directo de la Autoridad Palestina (AP – con la apariencia de un estado, pero ninguno de sus poderes); El Área B fue gobernada conjuntamente por Israel y la Autoridad Palestina (pero efectivamente por Israel); y el Área C estaba gobernada exclusivamente por Israel. Recientemente, de forma gradual, esta zona se ha anexado de facto a Israel.

Los medios para lograr esa anexión han incluido el acoso militar y de los colonos a los aldeanos palestinos (algunos de los cuales ya habían abandonado sus hogares), la declaración de vastas áreas como campos de entrenamiento para el ejército o «pulmones verdes» ecológicos, de los cuales los palestinos están excluidos, y finalmente constantes transformaciones del régimen agrario para apoderarse de más tierras para nuevos asentamientos o la expansión de los antiguos.

Cuando Arafat llegó a Camp David en 2000, el mapa de Oslo se había desarrollado con claridad y, de muchas maneras, había creado hechos irreversibles sobre el terreno. La característica principal de la cartografía posterior a Oslo fue la bantustanización de Cisjordania y la Franja de Gaza, la anexión oficial del área metropolitana de Jerusalén y la separación física del norte y el sur de Cisjordania.

Otros desarrollos no fueron menos importantes: la desaparición del derecho al retorno de la agenda de «paz» y la continua judaización de la vida palestina dentro de Israel (mediante la expropiación de tierras, el estrangulamiento espacial de pueblos y ciudades, el mantenimiento de asentamientos y pueblos exclusivos para judíos y la aprobación de una serie de leyes que institucionalizan a Israel como un estado de apartheid).

Más tarde, cuando resultó demasiado costoso mantener la presencia de colonos en medio de la Franja de Gaza, los dirigentes de Israel revisaron el mapa y la lógica de Oslo para incluir un nuevo método para apoyarlo: imponer el asedio terrestre y el bloqueo marítimo de Gaza por su negativa a convertirse en otra Área A bajo la AP.

Después de Rabin

La geografía del desastre, al igual que en 1948, fue el resultado de un plan de paz. Desde 1995 y la firma del acuerdo de Oslo II, más de seiscientos puestos de control han robado a los habitantes de los territorios ocupados su libertad de movimiento entre pueblos y ciudades (y entre la Franja de Gaza y Cisjordania). La vida ha sido administrada en las Áreas A y B por la Administración Civil, un equipo cuasi militar dispuesto a otorgar permisos solo a cambio de una colaboración total con los servicios de seguridad.

Los colonos continuaron con sus ataques sectarios contra los palestinos y la expropiación de sus tierras. El ejército israelí con sus unidades especiales entra en el Área A y la Franja de Gaza a voluntad, arrestando, hiriendo y matando palestinos. El castigo colectivo de las demoliciones de viviendas y los largos toques de queda y cierres también continuaron en el marco del «acuerdo de paz».

Poco después de la firma de Oslo II, el primer ministro de Israel, Yitzhak Rabin, fue asesinado en noviembre de 1995. Nunca sabremos si hubiera querido, o hubiera podido, influir en los acontecimientos de una manera más positiva. Quienes lo sucedieron hasta el 2000, Shimon Peres, Benjamin Netanyahu y Ehud Barak, apoyaron plenamente la transformación de Cisjordania y la Franja de Gaza en dos mega-prisiones, donde el movimiento de entrada y salida, la actividad económica, la vida diaria y la supervivencia dependían de la buena voluntad de Israel, un bien escaso en el mejor de los casos.

El liderazgo palestino bajo Yasser Arafat se tragó estas amargas píldoras por varias razones. Era difícil renunciar a la apariencia de poder presidencial, a un sentido de independencia en algunos aspectos de la vida y, sobre todo, a la creencia ingenua de que se trataba de una situación temporal, que sería reemplazada por un acuerdo final que conduciría a la soberanía palestina. (Cabe señalar que este liderazgo firmó un acuerdo que no menciona en ninguna parte de su papeleo oficial el establecimiento de un estado palestino independiente).

El espejismo de Camp David

Por un breve momento en 1999, pareció que había una base para tal optimismo. El gobierno de derecha de Benjamin Netanyahu dio paso a otro encabezado por el líder laborista, Ehud Barak. Retóricamente, Barak declaró su compromiso con el acuerdo y su voluntad de implementación final. Sin embargo, debido a una rápida pérdida de su mayoría en la Knesset, él y el presidente de los EEUU, Bill Clinton, envuelto en ese momento en el asunto Monica Lewinsky, arrastraron a Yasser Arafat a una cumbre desordenada y mal preparada en el verano de 2000.

El gobierno israelí reclutó una gran cantidad de expertos y preparó montañas de documentos con un propósito en mente: imponer la interpretación israelí de un acuerdo final a Arafat. Según sus expertos, el fin del conflicto implicaría la anexión de grandes bloques de asentamientos a Israel, una capital palestina en la aldea de Abu Dis, y un estado desmilitarizado, sometido al control económico israelí y a su dominio en materia de seguridad. El acuerdo final no incluyó ninguna referencia seria al derecho de retorno y, por supuesto, como con los propios Acuerdos de Oslo, ignoró totalmente a los palestinos en Israel.

La parte palestina contrató al Instituto Adam Smith de Londres para ayudarlos en sus preparativos para la apresurada cumbre. Produjeron algunos breves documentos, que en cualquier caso no fueron considerados relevantes por Barak y Clinton. Estos dos caballeros tenían prisa por concluir el proceso en dos semanas, simplemente pensando en su propia supervivencia doméstica.

Ambos necesitaban un éxito rápido del que jactarse (un precedente de la gestión catastrófica de Donald Trump de la crisis del COVID-19 y la paz de Israel con los Emiratos Árabes Unidos y Bahréin, vendida como un gran triunfo de su administración). Dado que el tiempo era esencial para la credibilidad de la maniobra, dedicaron las dos semanas a ejercer una enorme presión sobre Arafat para que firmara un acuerdo cerrado, preparado de antemano en Israel.

Arafat explicó a los dos que necesitaba un logro tangible que mostrar a su regreso a Ramallah. Esperaba al menos poder anunciar un congelamiento de los asentamientos y / o el reconocimiento del derecho de la OLP a Jerusalén este, así como algún tipo de acuerdo de principios sobre la importancia del derecho al retorno para la parte palestina. Barak y Clinton ignoraron por completo su situación. Antes de que Arafat partiera hacia Palestina, los dos líderes lo acusaron de belicista.

La Segunda Intifada

A su regreso, Arafat, como informó más tarde el senador George Mitchell, se mostró bastante pasivo y no planeó ningún movimiento drástico, mucho menos un levantamiento. Los servicios de seguridad de Israel informaron a sus jefes políticos que Arafat estaba haciendo todo lo posible para aplacar a los miembros más militantes de Fatah, y aún esperaba encontrar una nueva solución diplomática.

Los que rodeaban a Arafat se sintieron traicionados. Había una atmósfera de impotencia hasta la provocativa visita a Haram al-Sharif del líder de la oposición israelí, Ariel Sharon. La maniobra de Sharon para recuperar su propio protagonismo desencadenó una ola de manifestaciones a las que el ejército israelí respondió con particular brutalidad. Habían sufrido recientemente una humillación a manos del movimiento Hezbollah del Líbano, que obligó a las Fuerzas de Defensa de Israel a retirarse del sur del Líbano y, al parecer, erosionó el poder de disuasión de Israel.

Los policías palestinos decidieron que no podían quedarse al margen y el levantamiento se volvió más militarizado. Se extendió a Israel, donde la policía racista de gatillo fácil estaba encantada de demostrar con qué facilidad podían matar a manifestantes palestinos que eran ciudadanos del estado israelí.

El intento de algunos grupos palestinos como Fatah y Hamas de responder con ataques suicidas con bombas fracasó cuando las operaciones de represalia israelíes, que culminaron en la infame operación «Escudo Defensivo» de 2002, provocaron la destrucción de ciudades y pueblos y a una mayor expropiación de tierras por parte de Israel. Otra respuesta fue la construcción del muro del apartheid que separa a los palestinos de sus negocios, campos y centros de vida.

Israel volvió a ocupar efectivamente Cisjordania y la Franja de Gaza. En 2007, se restauró el mapa A, B y C de Cisjordania. Después de la retirada israelí de Gaza, Hamas se hizo cargo y el territorio fue sometido a un asedio que continúa hasta el día de hoy.

De las cenizas

Muchos políticos y estrategas israelíes confían en que han quebrado el espíritu de resistencia palestino. Veintisiete años después de la firma de los Acuerdos de Oslo, el césped de la Casa Blanca ha acogido en una nueva ceremonia los Acuerdos de Abraham, un acuerdo de paz y normalización entre Israel y dos estados árabes, los Emiratos Árabes Unidos y Bahréin.

Los principales medios de comunicación estadounidenses e israelíes nos aseguran que este es el último clavo en el ataúd de la obstinación palestina. Argumentan que la Autoridad Palestina tendrá que aceptar cualquier oferta de Israel, ya que no queda nadie para ayudarlos si rechaza sus propuestas.

Pero la sociedad palestina es una de las más jóvenes y educadas del mundo. El movimiento nacional palestino resurgió de las cenizas de la Nakba en la década de 1950 y podría volver a hacerlo. No importa cuán poderoso sea el ejército israelí, y no importa cuántos estados árabes más firmen tratados de paz con Israel, el estado judío seguirá albergando millones de palestinos bajo su control dentro de un régimen de apartheid.

El fracaso de Camp David en el 2000 no fue el final de un auténtico proceso de paz. Nunca ha habido tal proceso, desde que el movimiento sionista llegó a Palestina a finales del siglo XIX; más bien, significó la proclamación oficial del apartheid en Israel. No sabemos durante cuánto tiempo el resto del mundo aceptará semejante régimen como legítimo y viable, o si finalmente comprenderá que la de-sionización de Israel, con la creación de un estado democrático que abarque toda la Palestina histórica, es la única solución justa de este problema.

 

 

Nota: la publicación original en inglés en este enlace . Versión en español traducida por Enrique García para Sinpermiso.

Ilan Pappé es un historiador y activista socialista israelí. Es profesor de la Facultad de Ciencias Sociales y Estudios Internacionales de la Univ. de Exeter, director del Centro Europeo de Estudios Palestinos y codirector del Centro de Estudios Etnopolíticos, ambos de Exeter. Es autor de más de una veintena de libros y publicaciones sobre la temática palestina. Su libro más reciente es “Diez mitos sobre Israel” (2017).

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